domingo, 30 de diciembre de 2007

San Carlos la nuit

Es sábado por la noche, hace rato que cené, y después de un par de horas de lectura no puedo dormir. En parte, porque aun no es tan tarde, y en parte por la música que llega hasta mi casa desde el local de fiestas del pueblo. Todos los sábados, y a falta de bares, discotecas y demás centros nocturnos, se organiza “la fiesta” en el local de la Seccional Colorada. La seccional, institución infaltable en cada lugar habitado de este país, es una herramienta política desde la que los Colorados, en el gobierno desde hace ya mas de cincuenta años, proveen a sus posibles votantes de las mismas cosas que les niegan desde el estado. Así, las seccionales en los pueblos pequeños se convierten en el centro de cualquier actividad, bajo el patrocino del Seccionalero, su presidente, convertido mediante este cargo en una especie de cacique local.

Es sábado a la noche, digo, y ante la falta de sueño la opción de unirme a la fiesta empieza a tomar fuerza. Y eso, que para salir de la cama y vestirse otra vez ya se necesitan ganas. Por el camino, apenas unos trescientos metros, el silencio solo es interrumpido por la música, que ya dejo el carnaval de hace un rato para pasar a la cachaca. El pueblo a oscuras, muchos ya duermen, y las vacas, ocupando el camino, también duermen hasta que son importunadas por mis pasos que tratan de esquivar sus bostas en la oscuridad.

No esperaba encontrar tanta gente, y eso que - me dicen – ya se fueron muchos a dormir. Hay gente de las estancias próximas, brasileños que trabajan en Paraguay, paraguayos que lo hacen en Brasil, y unos pocos que por alguna razón permanecen en su propio país, suponiendo que tengan claro cual de los dos es el suyo. El lugar es un galpón con pilares de madera y el techo de chapa, adornado semanalmente con guirnaldas de papel, que durante los días siguientes van desapareciendo con el viento hasta ser renovados la tarde anterior a la fiesta mientras se limpia el piso y se cargan las conservadoras con hielo y cerveza. Paso entre las dos oficinas abandonadas de la seccional, que sirven como pórtico de acceso, y me veo en medio de la pista, en la que unas cinco o seis parejas bailan formando una fila. Para evitar atravesar entre ellos doy un rodeo por el lado mas corto, el derecho, lo que me obliga a pasar frente a los mismos enormes altavoces que media hora antes habían provocado mi salida.

Ya en la cantina, una casetita de madera apenas para dos personas, encuentro a algunos conocidos. Apretones de manos a todos los presentes en el grupo que dan lugar a las preguntas y comentarios, algunos en tono casi de disculpa -así es como nos divertimos en la campaña Arqui- un poco sorprendidos de verme por allí. Porque soy el forastero, no solo de fuera del pueblo, y arquitecto, y patrón de parte de los jóvenes del lugar, sino además extranjero y de esa difusa Europa que les parece Marte, porque a los brasileros ya no los consideran extranjeros aquí en la ambigua frontera del río Apa.

Cuando mi llegada deja de ser la novedad, y siguen sus conversaciones en guarani, ya con una cerveza en la mano vuelvo la vista hacia el centro del galpón, en el que las parejas han variado un poco, en su composición y en el ritmo, nuevamente brasilero aunque esta vez mas lento. En torno a ellos, unas treinta personas, mayoritariamente señoras y niños, se acomodan en bancos y en sillas de plástico observando pasivamente a los que bailan. Al terminar cada canción, algunas parejas se deshacen, la chica vuelve junto a su madre y el chico junto al grupo de hombres que permanecen en pie cerca de la cantina. O bien, ese mismo chico que aun no salió de la pista, busca a otra pareja entre las que se acaban de sentar. La desproporción es enorme, deben de ser tres chicos por cada chica. Una pareja permanece estable desde hace varias canciones. La chica, de amarillo, mantiene en su espalda una de sus manos agarrada a las de él, asegurándose supongo, que no pasen por debajo de la altura deseada. Ahora la reconozco, trabaja de cocinera en la pensión en la que me alojé durante unos días.

Un tipo se me acerca y se presenta como el presidente de la comisión de la cancha de fútbol, que es la que organiza las fiestas para así recaudar el dinero con el que se paga la luz de los halógenos y el pulcro mantenimiento del campo. Me cuenta que trabajo en la anterior restauración del Fuerte, allá por los años ochenta y la manera de trabajar de entonces me anima, ya que a pesar de las incomodidades que pasamos ahora, ellos lo tuvieron mucho mas difícil, a base de hacha y bueyes donde nosotros tenemos motosierras y camiones.

Otra vez mirando a la pista, veo entrar invitada por un chico que apenas ha dejado de bailar todo este tiempo, a una chica de camiseta azul -Liza, me dicen- que trabajaba en el Brasil hasta hace poco. Es la hermana de mi empleada, una chica timidísima que en todo el rato no se ha despegado de su madre en la fila de las sillas de plástico. La chica de azul baila diferente. Mas separada y con las manos sueltas, desconcierta un poco a su pareja que pierde el paso al verse solo. También mas sensual, debe ser el glamour de haber vivido del otro lado del río, y no aquí cerca sino ya en las ciudades. Sus compueblanas, antiguas compañeras de escuela y de juegos, se mantienen sin embargo en de su manera de bailar, mas ahora que viene el folklore con la polka paraguaya, cantada en guarani, y de la que apenas entiendo algunas palabras. Mi guía ocasional, uno de los chicos que trabajan en el fuerte, me explica que es una polka nueva, que canta la historia de un muchacho de pueblo, cuya novia se fue a trabajar a España, y ya no le llama mas.

Cuando pasada la media noche la música pasa a ritmos más modernos, las parejas pierden interés, miran para cualquier lado sin saber como llevar el paso y algunos empiezan a abandonar la fiesta. Después de una hora allí, y con dos o tres cervezas, pienso que ya no será difícil conciliar el sueño y también me dirijo a casa.


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